El doctor Chimbín

 

"El doctor Chimbín", personaje del célebre actor cómico Joselo, creado por su esposa Mary Soliani.


"Ignacio, abogado de nadie"

Cada mañana, Ignacio abría la reja de su modesta oficina en Sabana Grande como quien abre una herida que nunca termina de cerrar. El letrero oxidado decía “Abogado – Asesoría Jurídica”, pero hacía años que nadie creía ya en la justicia. Al fondo, una silla vencida, una mesa con manchas de café y papeles amontonados como ruinas de una esperanza antigua. Y en la pared, colgado por pura terquedad, el título de abogado expedido por la Universidad Central.

—Mira lo que hiciste con tu vida, Nacho —se decía en voz baja, al ver el polvo sobre el vidrio.

Ignacio había sido abogado bancario en tiempos en que los jueces aún dictaban sentencias y los expedientes no se perdían misteriosamente. Hoy, sus clientes eran jubilados que no cobraban, madres solteras con sentencias de alimentos inútiles, y arrendadores desesperados que no sabían cómo sacar al ocupa con carnet de la patria.

No había justicia. Solo había poder.

En los tribunales, todo se negociaba en pasillos oscuros. Los jueces ya no usaban toga, sino sonrisa hipócrita y teléfono directo con el partido. Si el demandado era chavista, o militar, o “amigo del sistema”, el caso estaba perdido antes de empezar. Y si se quería “agilizar” algo, había que pagar —coima lo llamaban en voz baja, “colaboración” decían los más cínicos.

Una tarde, Ignacio defendía a una maestra jubilada a la que le habían usurpado su casa. El usurpador tenía carnet del PSUV, dos familiares en la Milicia, y un papel sin firma que decía que la casa era "asignada por la revolución". Ignacio habló con dignidad, citó sentencias antiguas, apeló al sentido común. El juez lo miró como si hablara en otro idioma.

—Doctor, no se desgaste —le dijo un pasante, con pena sincera—. Aquí eso ya no importa.

Esa noche, Ignacio volvió a su cuartico de Sabana Grande. Rosa, su madre anciana, dormía frente al televisor encendido. El noticiero mentía en cadena. Afuera, unos muchachos hurgaban entre la basura. Ignacio sirvió café negro y se quedó mirando por la ventana.

Pensó en irse. En rendirse. En vender todo y desaparecer. Pero al día siguiente, una señora tocó a su puerta. Otra historia de injusticia. Otro abuso, otro papel sin valor. Y como tantas veces, Ignacio solo asintió.

Porque en un país sin ley, donde los tribunales son guaridas de cinismo y los jueces tienen uniforme de partido, él seguiría siendo el abogado de nadie. Y tal vez, solo tal vez, de alguien.


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