Lectores o mirones
Ignacio no termina de entender cómo es que, cada tanto, aparecen en redes sociales y periódicos listas de los libros más vendidos o más leídos del mundo, del hemisferio norte, del sur, o de la galaxia entera. También se asombra con las noticias de ferias de libros “reventadas” de gente en Buenos Aires y otros países. Se pregunta si realmente existen esos lectores que dicen llenar los pasillos. Porque él ha ido a muchas ferias y sabe la verdad: la mayoría va a pasear, a tomarse selfies frente a los estantes y a presumir cultura en Instagram, no a comprar libros.
Ya no ve en trenes, aeropuertos o aviones a nadie leyendo, ni jóvenes ni viejos. Apenas pone un pie en el Metro, queda pasmado viendo a la gente hipnotizada con sus celulares, mirando videos de gatos, retos ridículos o fotos filtradas hasta parecer caricaturas. Leer un libro parece un deporte extremo reservado para otra especie. Preferirían tragarse toneladas de estupideces en TikTok o Instagram antes que enfrentarse a dos páginas de texto corrido. A lo sumo, leen una frase célebre, pero sólo si viene acompañada de un trasero perfecto o un escándalo de famosos.
Ignacio también padece la idiotez selectiva de sus contactos: apenas leen sus publicaciones, y sólo si son cortas y sensacionalistas. Sus relatos más trabajados, los que realmente valen la pena, apenas reciben atención de su pequeño club de fans incondicionales, tan predecibles como entrañables.
Se apuntó a varios grupos de tercera edad en Montreal, con la ingenua esperanza de encontrar lectores entre los veteranos. Pero no tardó en descubrir que los abuelitos prefieren reenviar cadenas de oraciones, memes de santos llorosos y mensajes de redención instantánea, antes que abrir uno solo de sus textos sobre la patria desangrada o las migraciones infernales en tiempos de Trump.
En el fondo, Ignacio empieza a sospechar que los lectores de verdad son como los unicornios: todos hablan de ellos, pero nadie los ha visto. Cree que esas cifras de libros vendidos son tan creíbles como los resultados electorales del CNE de Maduro. Incluso él, que en otro tiempo devoraba libros con avidez, ahora malgasta horas navegando entre Netflix, Prime Video y demás catálogos infinitos en busca de una serie decente, misión casi tan inútil como buscar un político honesto.
Ha pensado en releer algún clásico, sobre todo ahora que murió Vargas Llosa, ese último mohicano que sabía cómo se escribe de verdad. Pero no sabe si encontrará tiempo: la nueva temporada de El amor es ciego está por estrenarse, y el morbo, como siempre, termina ganándole a la literatura.
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