Este venezolano ha estado en tu casa





Tanto en los hogares de la más rancia oligarquía como en las humildes viviendas de los barrios, solo un venezolano (creo que un record Guinness no patentado) alguna vez ha entrado en forma de canto para dejar escuchar la nota inicial original o más popular “!Ay qué noche tan preciosa!” del Cumpleaños Feliz de algún miembro de la familia.   Desde el viejo disco de acetato o vinilo cuando saltó a la fama con ese 45 R.P.M., pasando por el diskette,  las cintas y otras modalidades de reproducción musical hasta el actual CD, en los cumpleaños, alguien de la casa o invitado lo tiene grabado en su pendrive o en el  celular para animar el momento cumbre del festejo.


Hoy quiero -en honor a ese gran venezolano que una tarde de diciembre  le canto el cumpleaños 87 a mi madre en la Casa Hogar donde este carismático artista convive con otros abuelitos los últimos años de su vida- publicar la semblanza que le escribiera mi hija Ivanna, siendo estudiante del sexto semestre de Comunicación Social en la UCAB:

“Los venezolanos buscamos  siempre la manera más prolongada, extravagante y ruidosa de celebrar.

Alguien busca desesperadamente el cd, lo desempolva y lo pone antes de que las energías se pierdan y la vela se consuma. La cumpleañera sonríe incómodamente, como si sintiera que todos la ven esperando que haga o diga algo en particular pero sin saber qué exactamente. Mientras ve la cera de la vela derretirse no puede sino preguntarse ¿qué hice con tanto tiempo?. Si eso nos lo preguntamos todos, ¿qué no se preguntará Emilio, su intérprete más popular?
En una pequeña quinta del Rosal, varios ancianos miran distantes hacia la calle, a través de las rejas que los separan del mundo real. Esa casa hogar alberga a veinticinco, que pasan sus días entre habitaciones estrechas y un pequeño patio en donde están la mayor parte del día.
Una de ellas lee en silencio, mientras algunos caminan en ese lugar donde los días pasan lentos, con la mirada baja, ayudados por sus bastones y andaderas, otros parecen observarlo todo inertes desde sus sillas de ruedas. Entre ellos, uno resalta.
Su vida parece una fiesta de cumpleaños eterna, a lo venezolano, claro. "El cantante", así lo conocen. Como si fuera el único en su especie y es, que al menos allá, lo es. El alma de la fiesta, al que varios reconocen, y si no él de eso se encarga.
Cualquiera que al menos se  lo haya tropezado, lo recordará como un hombrecito pequeño pero enérgico, parlanchín, sonriente y con un encanto casi programado.
Emilio Teodoro Giannotti Arvelo. Mejor conocido como Emilio Arvelo ya que cantó dos años con el Giannotti y nadie se lo aprendió. Nació el 9 de noviembre de 1935, aunque su verdadera historia empezó mientras estudiaba en los salesianos en Sarria, donde estuvo siete años.
Cuando era niño, el maestro Pérez le recomendó que comenzara a cantar. Dice orgulloso que siempre lo ponían en primera fila en la misa, donde pasaba todos sus días, menos los sábados. “Por eso es que yo digo que ya yo oí misa por el resto de mi vida”, suelta con risa entrecortada.
Se inició como radioaficionado en 1960 en el programa La puerta de la fama y luego trabajó en Radiodifusora Venezuela para Brindis a Venezuela, en donde interpretaba música llanera, acompañado del conjunto “Mar y llano” de los hermanos Blanco. Firmó con el sello disquero Roldán y así, junto con los hermanos chirinos, grabó su primer LP de música criolla. Un día, de repente, decidió cambiar a baladas.
Trabajó en RCTV en Yo invito y El show de las doce. Firmó con Venevisión actuando en los programas musicales Diluvio de estrellas, El show del pueblo y en De fiesta con Venevisión. Ha grabado 96 canciones. Entre ellas “Soledad sin ti” del maestro Carlos Guerra, ex director de la Orquesta Sonorámica y director artístico de Discomoda, “Vestida de novia” del cantante argentino Palito Ortega, “Egoísmo” y “Virgen de mi soledad”. Según él  “puros éxitos”.
“Les presento a mi nueva novia” dice riendo, cada vez que saluda a alguna de las muchachas que caminan por la calle frente al ancianato. Todas lo conocen y lo saludan con una mezcla entre cariño y picardía.

“Yo era un hombre faldero” dice aceptando una realidad obvia, mientras comienza a contar la historia de una de sus muchas serenatas.
Un día quiso llevarle una serenata a una novia que tenía en Colinas de Bello Monte. Alfredo Sadel, Héctor Cabrera, Trino Mora y Henry Stephen le acompañaban. Una imagen que nos remite sin duda tiempos ya borrosos, pero hermosamente simples.  Así, con sus famosos amigos de la época fue a buscar uno de los tríos de la plaza. Comenzaron a cantar y cuando llegó el momento de Alfredo Sadel, en seguida se abrieron todas las persianas. Para una historia así, un final de canción, como sus protagonistas. “¿Sabes que pasó al final? Que Alfredo me quitó la novia, se empató con ella y la muchacha me botó”.
Existe algo en la poética musical de entonces que le confiere cierto encanto especial. Aquel tiempo en que el entorno permitía a sus habitantes concentrar sus esfuerzos y preocupaciones en dramas distintos y disfrutar libremente de los excesos y tragedias propias.
Se le puede recordar paseándose por aquellos escenarios perfectamente erguido, con su peinado ochentoso, y su porte de “galán de telenovela”, con un impecable y ajustado traje blanco, de gestos medidos, mirada imponente y sonrisa perfecta.
Ahora viste siempre de franela, shorts y sandalias, lleva el cabello corto y despeinado y una barba de tres días. Sus facciones se han endurecido, su alargado rostro se ha ensanchado y su mirada se oculta en unos ojos que ahora parecen repentinamente pequeños.
Aferrado a una época que no tantos recuerdan tan perfectamente como él, habla emocionado sobre su gran éxito el “Cumpleaños feliz", esa versión que parece eterna pero que todos conocemos, y es que sabemos a qué atenernos cuando alguien entona un “ay qué noche tan preciosa”. Era 1964 y ya Fumerito, Aliz Ortiz y Luis Cruz habían grabado una primera versión del tema. Fue entonces cuando Emilio decidió grabar en Discomoda la versión que se convertiría en un clásico. Cuando lo grabé yo fue que pegó-dice con fuerza, agitando las manos- eso fue un éxito nacional ¿Cuántos disquitos 45 no dediqué yo?”
De hecho aún ofrece su dedicatoria, de cuando en cuando, a cualquier nuevo amigo, o a cambio de algún favor.

***
“Si te vas con Emilio, desde aquí hasta la panadería de la esquina, tardas desde las 9 hasta las 12 en llegar de tanta gente que saluda” dice una de sus visitas. Y es que tener muchos amigos es una de las cosas que lo mantiene vivo. Desde el principio su simpatía le ha representado una ventaja. “Antes me preguntaban que por qué no me lanzaba de alcalde, pero que va, eso de la política no es para mí”.
Antes de vivir en Acarigua, cuando tenía una discotienda en la Avenida San Martín al lado de la plaza Capuchinos, sucedió el Caracazo. Todos los negocios de su calle fueron saqueados, excepto el suyo. Sus amigos de la cuadra cuidaron el lugar. “Cuando vieron que venía un tipo con un hacha a saquear le dijeron “aquí no”.
Un hombre interrumpe para saludarlo:
-“¿Como está Don Emilio?” dice deteniéndose frente a la reja.
-¡Hermanito!, responde alegre.
Se voltea sonriente y dice como quien intenta demostrar algo: “¿Viste la cantidad de amigos que tengo yo?”
***
Metódico, cuenta sus historias con una exactitud asombrosa, siempre en el mismo orden.
Hasta hace dos años, continuaba siendo el mismo hombre independiente de sus tiempos de juventud. A sus ochenta años manejaba, cantaba y decía piropos. Un accidente de tránsito lo obligaría a abandonar su fantasía de estrella retirada y trasladarse de su casa en Mamporal a su actual residencia.
Enseña la cicatriz que se extiende transversalmente por la parte de atrás de su cuello “Casi no puedo tocar guitarra porque tengo la mano dormida por la operación. Después de eso estuve tanto tiempo sin cantar que el diafragma se fue apagando y sabes que uno necesita fuerza para cantar”. “Los nervios se me alteraron”, dice con sus manos temblorosas al compás agitado de su voz. El médico le dijo que tenía la médula ósea obstruida “Me dijo que si no me operaba iba a quedar sentado en una silla”.
No tiene Alzheimer, Parkinson, hipertensión, ni azúcar en la sangre. “El médico siempre me dice: viejito tu estas mejor que yo”. Su secreto: la sonrisa y el ejercicio. Para él, una buena actitud y sus cuatro horas diarias ejercitándose son las que lo tienen en tan buen estado. “Yo me siento orgulloso de sentirme bien con mis 81 años, hay muchos que no se sienten tan bien como yo”.
La soledad en los lugares como estos puede resultar abrumadora. Cuenta que ha visto irse a más gente de la que quisiera y reza por ellos siempre en las mañanas.
Canta los cumpleaños de todos. Incluso para sí mismo. Este año, aunque no recibió ningún regalo, La Rondalla Venezolana lo acompañó con música y sus ojos brillaron de dicha al encontrar al fin reconocimiento. 
Existen canciones que todos recuerdan, algunos que recuerdan casi todas las canciones y cantantes que siempre son recordados. Mientras varios sufren esperando por una vida de fama, otros viven recordando una vida que quizás pasó en cinco minutos.
Así transcurren sus últimas celebraciones, entre restos de fama, desconocidos y nuevos “mejores amigos” que conoce cada día.
Está allí porque fue lo mejor que pudo conseguir. Aún recibe regalías, pero más que todo del exterior. Las regalías de Venezuela antes eran mayores pero por los discos quemados eso ha cambiado. El mes pasado tan solo recibió 3.500 bolívares.
Tiene tres hijos, Emily Nahir que vive en su antigua casa en los Teques, Manuel Emilio en Caracas y Nayemir, quien le ha dicho para mudarse con ella a Australia. Habla con cariño cuando a ellos se refiere y en su juventud se encargó siempre de darles lo mejor. No lo visitan a menudo aunque asegura que lo llaman por teléfono constantemente y se preocupan porque tenga todo.
“Yo no le paro mucho a eso, ellos trabajan mucho”. Tiene 40 años de divorciado de su esposa Nahir y dice que no quiere entrometerse en la privacidad de sus hijos. “El viejo siempre donde vaya, estorba” dice amargamente.

Su mirada se apaga cuando habla del tema. “Consígueme una parte donde yo pueda estar, aquí no me dejan salir”, le dice a sus hijos durante las llamadas telefónicas. “Me siento preso, me siento deprimido. Yo quisiera estar en una parte donde nos reunamos varios viejitos a echar cuentos y jugar dominó”.
“Pasar aquí un rato no es tan pesado, pero para estar todos los días, hay que tener guáramo”.
A pesar de todo, no deja que eso lo consuma, aprovecha sus ínfulas de divo para conquistar a todos y demostrar, incluso a quienes lo atienden en la casa hogar, que en ese pequeño universo, el es el rey.


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